Velázquez pintó un Cristo apolíneo, de dramatismo contenido, sin cargar el acento en la sangre, aunque originalmente había más sangre que la que actualmente se observa.
Cristo aparece sujeto por cuatro clavos, a una cruz de travesaños alisados, con los nudos de la madera señalados, título en hebreo, griego y latín, y un supedáneo sobre el que asientan firmemente los pies.
Sobre un fondo gris verdoso en el que se proyecta la sombra del crucificado iluminado desde la izquierda, el cuerpo se modela con abundante materia, extendida con soltura, en algunas partes el pintor "arañó" con la punta del pincel la pasta aún húmeda, logrando una textura especial, por ejemplo en torno a la cabellera caída sobre los hombros.
Buscando la mayor naturalidad, en el proceso de ejecución de la obra rectificó la posición de las piernas, que inicialmente discurrían paralelas, con las pantorrillas casi unidas, y retrasando el pie izquierdo dotó a la figura de mayor movimiento, elevando la cadera en un contraposto clásico que hace caer el peso del cuerpo sobre la pierna derecha.
El paño de pureza (también llamado perizoma), de pequeño tamaño y sin derroche de vuelos a fin de acentuar el desnudo, es la parte más empastada del cuadro, con efectos de luz obtenidos mediante toques de blanco aplicados sobre la superficie ya terminada.
La cabeza tiene un estrecho halo de luz que parece emanar de la propia figura. Más de la mitad de la cara está cubierta por el cabello largo que cae lacio y en vertical.
Este famosísimo cuadro también tiene una leyenda:
Trasladémonos en el tiempo al convento de San Plácido, en la calle San Roque. Aquí profesaba sor Margarita de la Cruz, una monja joven y de gran belleza, según se cuenta. Cuando Felipe IV tuvo noticia de ella, se enamoró nada más verla y hablar con ella a través del locutorio.
El rey quiso convertirla en su amante, por eso, planeó con el conde duque de Olivares y el conde de Villanueva secuestrarla una noche. Sin embargo, cuando los tres hombres llegaron hasta la celda de sor Margarita, se llevaron una gran sorpresa, pues encontraron un ataúd con un cirio en cada esquina y a sor Margarita en su interior con la cara muy pálida y un crucifijo entre las manos. Los tres hombres huyeron asustados de allí y el rey, para expiar su pecado, regaló al convento el cuadro de Jesús crucificado pintado por Velázquez y un reloj que cada hora tocaba las campanas a muerto. Y siguió sonando hasta que sor Margarita murió.
Desde ese momento, el reloj sólo tocaba cada vez que moría una monja…
¡¡Difrutádlo!!
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